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Breve crónica sobre la exposición de fotografía de Lewis Hine en el Centro Cultural Borges que nos recuerda el drama de los chicos y chicas que en lugar de jugar o estudiar deben trabajar

Entré a las aclimatadas Galerías Pacífico para salir de la calurosa calle Florida. Tenía un buen rato entre trámites. Recordé que mi hijo mayor necesitaba zapatos marrones para el colegio. Mirando vidrieras me topé con un pasaje interno hacia el Centro Cultural Borges. Pensé que faltaba mucho para el comienzo de clases y que los shoppings eran caros. Pasé a mirar la oferta cultural. Leí sobre el mostrador que había una exposición de Lewis Hine, “La fotografía como crítica social”. Esto me remitió a las tapas de los apuntes de la facultad, a esas fotos en blanco y negro de obreros sobre vigas altísimas construyendo el Empire State. No conocía mucho más del artista y era la única muestra desalentada (¿o alentada?) por un arancel. Mi curiosidad pagó y subí con el ticket en la mano por la escalera mecánica hasta el corazón de este espacio cultural, el octógono mágico con su “plaza central”. Cuatro lados balconean hacia las galerías comerciales cubiertas de techos vidriados sobre una red tríadica de metal que parece tejida por una araña. Los otros cuatro lados (intercalados) parecen el frente de un templo asirio, tres arcos custodiados por dos leones antropomorfos y un oscuro ojo de buey en el centro de la simetría. Estos portales se espejan unos con otros, por lo que es fácil desorientarse al salir de una sala, sentirse en la encrucijada de un laberinto borgeano.

Tardé segundos en notar que la sala que me tocaba era una L profunda sin aire acondicionado. Comenzaba a transpirar cuando las primeras imágenes me cachetearon. Lo que había comenzado como un recreo distendido se ponía cada vez más incómodo. Sin buscarlo, estaba viviendo una especie de “alegoría de la caverna” al revés. Escapando del sol, la calle y el ruido, me había metido en aquél lugar cerrado. Pero en lugar de sombras me sorprendieron verdades luminosas colgadas de la pared. La foto que ilustra esta nota es la primera que me llamó la atención, una viuda con sus nueve hijos, perfectamente escalonados, que trabajaban juntos en un molino. Luego pasé a leer en las paredes una presentación de Lewis Hine. Un sociólogo y fotógrafo comprometido con mostrar las injusticias sociales, especialmente las malas situaciones laborales, de principios de siglo XX en EEUU. Su lema era simple: “Quiero mostrar lo que debe ser visto. Quiero mostrar lo que debe ser corregido, corregir lo incorrecto. Quiero mostrar lo que debe ser visto”, repetía. Entré por las famosas fotos de los trabajadores que se ganaban la vida a riesgo de perderla cayendo al vacío desde cientos de metros. Pero otras dos series de fotos que no esperaba fueron las que más me interesaron.

Por un lado, las imágenes tomadas en el complejo de inmigración de la Isla de Ellis, al sur de Manhattan, por donde entraron a EEUU alrededor de 12 millones de inmigrantes entre 1892 y 1954. Cuentan que las compañías navieras tenían instrucciones de bajar a los pasajeros de tercera clase en este limbo. Si querían entrar debían pasar rigurosos filtros, someterse a exámenes de aptitud física y mental, sortear preguntas tramposas, completar largos registros y anglonizar sus nombres. No todos lo lograban (250.000 personas fueron devueltas a sus países, 3000 se suicidaron al enterarse que serían deportados y otros tantos fallecieron en su hospital). Pero hoy casi 100 millones de estadounidenses descienden de quienes entraron por esta isla.

Por otro lado, estaba la serie de fotos de niños y niñas trabajadores. Esto fue, sin dudas, lo que más me llamó la atención. Tal vez porque venía buscando zapatos talle 31 y me topé con todos estos chicos descalzos: recolectores de algodón o frutas, mineros, vendedores de diarios y de cigarrillos, empleados en hilanderías… Todos mirándome a los ojos, con sus nombres, edades y ocupaciones escritos en el pie de foto. Muchos llamativamente parecidos a mis hijos y sus primos. Algunos fumando o en poses cancheras. Algunos tratando de sonreír. Algunos durmiendo extenuados en la vía pública.

Me fui de esta sala bastante impresionado por el problema del trabajo infantil, consciente de que no es anacrónico, ni lejano, creyendo que es la cara más vergonzante de la reproducción de la desigualdad. La Organización Internacional del Trabajo (OIT) define al trabajo infantil como “todo trabajo que priva a los niños de su niñez, su potencial y su dignidad, y que es perjudicial para su desarrollo físico y psicológico”. Encontré el diagnóstico de la Encuesta de Actividades de Niños, Niñas y Adolescentes (EANNA) sobre nuestro país. En resumen, en la Argentina cerca de 764 mil niñas y niños de entre 5 y 15 años han realizado al menos una actividad productiva en la semana de referencia durante octubre de 2016 y septiembre de 2017, lo que representa al 10% de los niños y niñas del país (uno de diez). La mayor incidencia se registra en las áreas rurales (19,8%), y en las regiones del NOA y el NEA (13,6% y 13,1%, respectivamente). Entre los menores trabajadores, un 3,8% ofreció trabajo para el mercado (relativo a bienes y servicios convencionales), un 3,0% realizó actividades de autoconsumo (ej. cuidado de animales, huerta, construcción, etc.) y el 4,8% efectuó actividades domésticas intensas (ej. limpieza, cuidado de hermanos, etc.). Lógicamente, estas actividades productivas perjudican la educación, según refleja el cruce con indicadores de trayectoria (impuntualidad, faltas y deserción) y rendimiento escolar.

Aunque el trabajo infantil disminuye en el mundo (menos en países pobres que desarrollados) sigue siendo un fenómeno de todas las sociedades contemporáneas. La cantidad de niñas y niños de 5 a 14 años que trabajan pasó de 211 millones a 130 millones entre 2000 y 2016 (OIT, 2017). Entre los Objetivos de Desarrollo Sostenible (ODS) de la Agenda 2030 de las Naciones Unidas está el compromiso de “tomar medidas inmediatas y eficaces para erradicar el trabajo forzoso, poner fin a las formas modernas de esclavitud y la trata de seres humanos y asegurar la prohibición y eliminación de las peores formas de trabajo infantil”.

Estas fotografías (y todas las que podríamos tomar ahora por la calle o el subte) tienen el poder de reforzar este compromiso. Dicen que una imagen vale más que mil palabras. Lewis Hine lo expresaba de otra manera: “Si pudiera contarlo con palabras, no me sería necesario cargar con una cámara”. Cuando volví a la calle Florida, entre el bullicio, el “¡cambio dólar, cambio!” y peatones que pasaban zumbando, yo pensaba cómo contar esta experiencia. Miré de reojo las vidrieras con ropa de moda, las jugueterías con mochilas coloridas hasta el techo y carteles de “vuelta al cole”. Sentí que dos leones antropomorfos y un chico me clavaban la mirada.


Fuentes: EANNA Urbana (2016/2017) y EANNA Rural (2017). Esta encuesta fue realizada por el Ministerio de Trabajo, Empleo y Seguridad Social (MTEySS), a través de la Dirección General de Estudios Macroeconómicos y Estadísticas Laborales, conjuntamente con el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INDEC) con aportes técnicos de UNICEF, la OIT y el préstamo BIRF-8464 del Banco Mundial.

Datos útiles
Lewis Hine, la fotografía como crítica social
​Centro Cultural Borges, Viamonte 525 Horario: lunes a sábados, 10 a 21; domingos y feriados, 12 a 21 Entrada: $ 150; estudiantes y jubilados, $ 100.