Desde el nacimiento de Mickey Mouse, el sello Disney, ha dado un sinfín de grandes e inolvidables creaciones animadas, pero sin lugar a dudas hay dos que concentran contenidos argumentales y artísticos fuera de lo común, como “Fantasía” (1940) y “El Rey León” (1994), que ocupan el podio de los emblemas cuya simbología permite infinidad de análisis.
“El Rey León” tiene como eje el círculo (o ciclo) de la vida a partir de la relación de un padre con su hijo, un vínculo que en el caso del genio creativo de Walt Disney siempre fue complejo, pocas veces tan claro y contundente como en el reino animal, con la obsesión de dar a animales de diversas especies características antropomórficas, inclusive hablar como humanos.
En este caso se trata de Mufasa, un monarca león, generoso e inteligente, y su gran reinado en la sabana africana, donde como en todo reino existe un territorio sombrío en el que mora su hermano envidioso, rodeado de seres predadores, horda primitiva que sólo responde a instintos básicos.
Lo que ocurre después es previsible: el pequeño hijo del rey, curioso y algo imprudente como todos los niños, será tentado por el mal y desatará el gran conflicto de la historia, obviamente azuzado por Scar, hermano del rey, que dispuesto a la traición, intentará y logrará a fuerza de mentiras y emboscadas, someter a su familia y a sus súbditos.
La muerte de Mufasa esta escrita desde que conocemos a este repulsivo hermano, siempre custodiado por una guardia-troupe de hienas descuajeringadas, torpes, desaliñadas, de instinto carroñero, capaces de cualquier bajeza con tal de sostener a su perverso líder.
Tras ese primer acto con tremenda fuerza shakespeariana (como toda la historia atravesada por “Hamlet”), Simba emprende su éxodo y en el camino se cruzará con un curioso dúo una suerte de Quijote y Sancho Panza, la suricata Timón y el jabalí Pumba, perfectos para las bromas aún en tiempos difíciles, con los que emprenderá su camino a la madurez.
(Fuente Telam)