Fiel a su método de publicación incesante, César Aira inaugura el 2020 con una nueva novela que ya se vende en España y en marzo llega a las librerías de nuestro país. La trama de Fulgentius gira en torno a un general romano de 67 años que dirige una campaña de expansión por la Panonia, un territorio que se define como “semisalvaje”. Aunque no se percibe como autor, el protagonista había escrito de niño una tragedia autobiográfica que se representa a lo largo y a lo ancho del Imperio. El comienzo de la novela muestra al personaje no como general ni como dramaturgo sino como espectador de su propia obra, en el anfiteatro de Vindobona.
“Fulgentius es una nueva incursión de César Aira en la novela histórica, ambientada esta vez en la época dorada del Imperio romano, a través de la mirada soberbia, voluble, megalómana y a la vez ingenua, de un general con aspiraciones creativas”, reza la contratapa del libro y ya se genera una primera confusión, la del género. Encasillar un texto en cualquier género literario significa una pauta de lectura, crea una expectativa y el lector ya sabe qué debe esperar. La editorial invita a los lectores a leer esta novela como histórica, pero no aclara que esa es solo una de las posibilidades.
La aparición de referencias extraliterarias comprobables -espacios geográficos que existieron en los mapas o autores como Sófocles, Esquilo, Homero o Tito Livio- permite leer este texto bajo los parámetros de la novela histórica. Pero Aira es un autor que se sirve de las clasificaciones no para respetarlas, sino para sacudirlas, tergiversarlas y ponerlas patas para arriba. En este laberinto que ofrece el escritor hay dos caminos: interpretar esas referencias como señalamientos hacia fuera del texto o desarraigar esas palabras de su significación histórica y tomarlas como ficcionales.
En Fulgentius se trenzan dos historias a partir de un mismo personaje: la del general que dirige las campañas de expansión y la del dramaturgo que persigue las puestas en escena de su obra. Con el correr de las páginas, la primera se pone al servicio de la segunda y la faceta de dramaturgo del personaje le gana la pulseada a la de general. Fulgentius comienza a priorizar su tragedia por sobre la campaña. Desvía a toda su legión militar de seis mil hombres para poder seguir el itinerario de representaciones de su tragedia. Durante el invierno, las operaciones militares se suspenden por el clima y decide dirigir su propia obra, para lo que organiza un casting entre sus soldados y así forma el elenco. Esas actitudes del general demuestran que el conflicto principal de la novela es la relación entre el creador y su obra, problemática que podría desarrollarse en cualquier tiempo y espacio.
La descripción que el narrador hace de la Panonia bien podría aplicarse al desierto argentino del siglo XIX que Aira tanto representó en sus novelas. Incluso el Foro romano, lejos de su majestuosidad, se muestra como un lugar pequeño en el que todos se conocen y quizás se parece más a Coronel Pringles que a la zona central del Imperio. El valor de la descripción de esos espacios está más en la belleza narrativa que en la referencia histórica en sí.
Aira desestimó en varias oportunidades la función social que muchos le asignan a la literatura y la idea de la ficción como herramienta para aprender historia. Sin embargo, sus textos ofrecen posibilidades de lectura para todos los gustos. Para aquellos que prefieren leer sus libros como algo cerrado, la historia atrapa porque nunca se sabe hacia dónde irá, la trama avanza con personajes que aparecen y desaparecen e historias que nunca concluyen. Y, para aquellos que prefieren analizar desde otras aristas además de la literaria en sí, hay referencias históricas que generan un anclaje en la realidad extratextual.
Leer a Aira es elegir tu propia aventura. En su prolífica obra -más de 100 novelas publicadas por más de 30 editoriales- aparecen todo tipo de personajes y espacios que remiten a la historia o a la cotidianeiedad del lector. Rosas en La liebre, Roca en El vestido rosa, el mismo César Aira en Cómo me hice monja o La vida nueva, la llanura argentina en Ema, la cautiva, Nápoles en Canto castrato, Flores en La villa o Prins, Plaza de Mayo en El presidente son algunos de los infinitos ejemplos tomados de manera completamente arbitraria. El lector tiene el poder y decide si ficcionalizar las referencias extratextuales y leerlas como artificios, nombres puestos por azar, o interpretarlos como marcas deícticas, señalamientos hacia fuera que obligan a leer cada libro en su contexto de producción. La sensación de perplejidad que queda en el lector cuando llega el punto final es propia de una narrativa que ofrece múltiples puertas de entrada, pero ninguna de salida.