Diversos grupos artísticos se han reunido a lo largo de estos 42 años para trabajar en torno a la temática de Derechos Humanos, sobretodo, luego de la dictadura cívico-militar entre 1976 y 1983, aunque algunos de estos colectivos incluso gestaron con anterioridad sus trabajos.
Algunos lo han hecho de manera imprevista y no planeada, generando lazos de encuentro en las mismas concentraciones o temas de trabajo compartidos; otros, sabiéndose involucrados en la misma preocupación, decidieron conformar colectivos que pudieran intervenir y evidenciar en distintos soportes y por sobretodo, fuera de los museos y galerías, la reflexión sobre distintas aristas que se desprenden del tema.
En todos los casos, se comparte la preocupación por la visibilización de estos trabajos e intervenciones, cuyo interés radicaba en compartir, igual que en las multitudinarias marchas y concentraciones, que el espacio a implementar los productos fuera la calle. De ahí vienen estas voces, y hacia allí querían ir, para seguir girando y reproducirse, de boca en boca, de foto en foto, la palabra dispersa en el aire.
“Durante el año 1968, un grupo de artistas de vanguardia porteños y rosarinos protagonizó una serie de acciones que puso en escena la ruptura con las instituciones artísticas y las formas establecidas de hacer arte. Al postular que sus realizaciones fueran contribuciones efectivas al proceso revolucionario, estos plásticos redefinieron los modos hasta entonces conocidos de articular arte y política” indica la especialista en Arte y Política Ana Longoni en el libro “Del Di Tella al Tucumán Arde. Buenos Aires. Vanguardia artística y política en el 68 argentino” escrito junto a Mariano Mestman.
En aquella oportunidad, el grupo al que se refieren Longoni y Mestman, es Tucumán Arde, un colectivo “vinculado(s) a sectores del sindicalismo combativo, (que) emprendieron un proyecto que visibilizó los terribles efectos económicos de la política del Estado sobre la provincia de Tucumán, asolada por los cierres de las compañías azucareras”.
Bajo el título “Primera Bienal de Arte de Vanguardia”, realizada por primera vez el 3 de noviembre de 1968 en el local de la Confederación General del Trabajo de los Argentinos en la ciudad de Rosario, el colectivo realizó una muestra donde los artistas exhibieron fotografías, diapositivas y cortometrajes que revelaban la crítica situación tucumana, mientras que por los parlantes se escuchaban grabaciones de testimonios de trabajadores.
También se exponía información relacionada con los cierres de los ingenios. La segunda exhibición, planifificada para Buenos Aires, fue clausurada por presiones militares.
“Tucumán Arde” puede definirse como la insólita experiencia radical de un grupo de artistas que rompieron los límites de la institución para abrazar las luchas revolucionarias de la nueva izquierda, por una vía distinta a la de los realismos socialistas o miserabilistas. Se trató de un verdadero dispositivo experimental, resultado de usos tácticos de la cultura y la comunicación de masas, que quiso anudar prácticas de vanguardia política, artística, sociológica y cinematográfica, en un proyecto que enfatizaba el proceso de producción y la complejidad del dispositivo de difusión y lectura.
Ya en 1983, post-dictadura, y por iniciativa de un grupo de artistas, grupos estudiantiles y agrupaciones juveniles con apoyo de los organismos de Derechos Humanos, manifestantes que comenzaron a concentrarse delinearon, en un acto espontáneo, sus siluetas en afiches que luego instalaron en las inmediaciones de la plaza. Prestaron sus cuerpos para convocar a aquellos que el terror estatal había desaparecido: las siluetas buscaban representar la presencia de los desaparecidos y cuestionar a la dictadura militar desde el arte.
Las figuras humanas, de tamaño natural, se extendieron de la Plaza de Mayo a toda la ciudad. Desde ese momento, se transformaron en uno de los emblemas del reclamo por la memoria, la verdad y la justicia, y constituyen parte del repertorio simbólico de distintas movilizaciones sociales y políticas.
A este movimiento se lo llamó “El siluetazo” y si bien no se trató formalmente de un colectivo homogéneo y hermético de artistas o especialistas, era ahora la voluntad popular plasmada en un hecho político, un acto de resistencia al olvido lo que delineaba las figuras de estos cuerpos que en democracia aparecían completando el vació de la ausencia que la dictadura había sembrado.
El hecho “dejó una huella de alto contraste y se volvió un mito en la tradición de las prácticas de arte y comunicación vinculadas con la protesta social” según explicita el libro “El Siluetazo”, una compilación realizada también por Ana Longoni y Gustavo Bruzzone que reúne por primera vez una serie de documentos (escritos y fotográficos), testimonios e interpretaciones hasta ahora dispersos o inéditos. Los materiales y los registros de escritura “configuran un collage aún por completarse, ejercicios de una memoria en conflicto.
Ya en la década de los ‘90, una de los colectivos que ejerció con más potencia su rol de vinculación entre el arte, la política y los Derechos Humanos fue sin dudas el Grupo de Arte Callejero, más conocido como GAC, nacido en 1997 a partir de la motivación de un grupo de artistas por construir un espacio que reúna lo artístico y lo político bajo un mismo mecanismo de producción.
Desde sus orígenes, el GAC se relacionó con organismos de derechos humanos, movimientos de desocupados, presos políticos y grupos de víctimas de la violencia estatal. Sus intervenciones visibilizaron nuevas formas de protesta y de movilización de las organizaciones sociales en el espacio público. Lo que impulsó la conformación del GAC radicó en la pretensión de intervenir en el espacio público a partir de herramientas visuales en apoyo y solidaridad con la lucha docente y la Carpa Blanca.
Fueron impulsores de muchos de los escraches que se realizaron en las casas de los represores que aún no habían sido condenados, y de realizar señalizaciones callejeras, como carteles de tránsito, con indicaciones relacionadas a Derechos Humanos. Nuevas formas de interpelación en los símbolos cotidianos, que a priori no destacan de la señalización ordinaria, sino que irrumpe ahí, justo cuando creíamos haberlo visto todo.