Hace mucho tiempo que las películas de Wes Anderson dejaron de estar vinculadas con la realidad que todos conocemos y pasaron a ser visiones de otro mundo. Concretamente, el suyo. El cineasta estadounidense es una maravillosa anomalía en el Hollywood actual: el insólito autor de un cine radicalmente personal y apartado de cualquier tendencia ajena, capaz de convocar a las mayores estrellas de la industria para lo que prácticamente podrían ser entretenimientos privados e intransferibles.
No muy lejos de lo que fue el cine de Terrence Malick durante aquella vertiginosa etapa (cuestionada, pero brillante) de To the Wonder, Knight of Cups y Song to Song, a día de hoy las películas de Wes Anderson son una convocatoria abierta de rostros famosos y cachés estratosféricos que, sin embargo, están deseoso de diluir su ego en un proyecto coral donde no cabe más brillo individual que el de la puesta en escena.
La diferencia entre los trabajos de animación stop-motion y de acción real de Anderson nunca ha estado tan difuminada como en la actualidad. El cineasta maneja de igual manera a los peludos canes de Isla de perros (2018) que a los protagonistas de La Crónica Francesa (2021) o la nueva Asteroid City. El punto de no retorno quizás se encuentre en El gran hotel Budapest (2014), obra cumbre y su mejor película de la última década con humanos, a cuya febril celebración de la fabulación y la aventura sigue regresando.
Tras llevar ese estilo a La Crónica Francesa, un rejunte de relatos, géneros, bifurcaciones y personajes francamente agotador, la propuesta de Asteroid City puede parecer incluso comedida y discreta dentro de las coordenadas de Anderson: una comedia amable ambientada a mediados de los años 50 en una localidad ficticia, la Asteroid City del título, del desierto estadounidense.
Asteroid City se rodó en Chinchón y otras localizaciones madrileñas. No obstante, los críticos sotienen que para el resultado final de la película habría dado igual que se hiciera en Cinecittà o empleando la tecnología del Volume, pues está situada en decorados abiertamente irreales que buscan la deslocalización más allá de los elementos básicos para convertirse en lienzo en blanco para la ficción.
Así, nos cuentan que podemos ver un desierto, el espacio minimalista por excelencia, no muy distinto a los fondos de los dibujos del Coyote y el Correcaminos (uno de ellos aparece en el filme, por cierto), y un tropel de personajes que llegan a Asteroid City con motivo de una convención de astronomía infantil. El esquematismo está justificado: en realidad, Asteroid City es también una obra de teatro cuya representación conocemos en paralelo al making of, narrado con impoluta compostura por Bryan Cranston.
Nos adelantan que Edward Norton es el autor teatral y Adrien Brody el director de la obra, pero solo los veremos durante los interludios en blanco y negro y ratio de aspecto cuadrado que salpican el desarrollo de la obra, en panorámico y a color, dividida en tres actos y un epílogo, cada uno con sus distintas escenas meticulosamente detalladas por cartelas. Nada nuevo en el universo wesandersoniano, igual que las amargas perlas existencialistas que sueltan sus personajes.
Sobre todo Jason Schwartzman, un fotógrafo en duelo tras la muerte de su mujer, que tendrá una peculiar conexión con Scarlett Johansson en el papel de una actriz de tendencias autodestructivas (siempre que lo requieran sus personajes). Las luminosas películas del director estadounidense nunca han tenido reparos en tratar temas espinosos como la depresión, el suicidio, la crisis de identidad y el desasosiego existencial.
En el apartado de las novedades dentro de la troupe actoral del director entran incorporaciones tan óptimas como Tom Hanks haciendo del suegro de Schwartzman, Maya Hawke y Rupert Friend, cuyo baile country deja con ganas de verlos más en pantalla, o Margot Robbie con una aparición fantasmática que, como el resto de elementos de Asteroid City, quiere dejar buen sabor de boca pero termina sabiendo a poco.