Esta semana, 170 personas perdieron sus vidas en el Mar Mediterráneo. Por un lado, un barco pesquero rescató al único sobreviviente de un bote con 54 migrantes que trataba de cruzar de Marruecos a España. Por otro lado, la armada italiana reportó el naufragio de una balsa con 120 personas que huían de Libia. En este caso, hubo 3 sobrevivientes y 117 desaparecidos, entre estos últimos había diez mujeres (una embarazada), dos niños y un bebé de pocos meses. Estos datos fueron provistos por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), que viene exigiéndole en vano a la Unión Europea que garantice los derechos humanos en el mar. Más allá de las discusiones sobre el estatuto jurídico (refugiados, asilados, acogidos, protegidos), la ONU demanda que estas personas en peligro sean amparadas y asistidas con ayuda de la comunidad internacional.
Primero pensé en titular esta nota “Relato de 170 naufragos”, con la intención de mostrar que detrás de los fríos números hay personas calientes y complejas como nosotros. Pero no cuento con estos testimonios (ni puedo imaginarlos). Dicen que antes de morir vemos la película de nuestra vida. ¿Qué habrán visto ellos? ¿Qué circunstancias los habrán forzado a arriesgarlo todo para buscar un futuro mejor? ¿Qué se siente padecer hambre, violencia o inseguridad extrema? ¿Se habrán resignado a ser víctimas de tráfico de personas? ¿A quiénes habrán despedido en sus lugares? ¿Cuáles serían sus afectos y sus recuerdos más felices? ¿Qué anhelaban? ¿Qué temían? ¿Qué diálogos se entablaron sobre la balsa?
Después pensé en “Crónica de 170 muertes anunciadas”, para denunciar que no se trató de una tragedia natural sino de un asesinato social, predecible y evitable, perpetuado por una cadena de victimarios. Traté de seguir comprendiendo poniéndome en el lugar de ellos. ¿Sabrían los traficantes de personas que tenían pocas chances de llegar? ¿Cómo serán los entretelones de ese negocio? ¿Qué pensarán los funcionarios a cargo de controlar las costas de los países de origen? ¿Tendrán comunicación con financiadores europeos? ¿Qué habrán sentido los encargados de los dispositivos de castigo (ejecución, tortura o tratos degradantes) de emigrantes ilegales recapturados en Libia? ¿Qué sentirá un europeo que detecta lo que sucede y no hace nada desde un barco cercano? ¿Cuánto puede matarte por dentro no ayudar a alguien que se está ahogando? Todo esto me pregunté mientras imaginaba a miles de africanos subsaharianos golpeando desesperados una puerta que Europa sostenía celosamente. Desde el 3 de octubre de 2013 al 24 de noviembre de 2018 alrededor de 17.700 personas murieron en el Mediterráneo.
Finalmente creí que el guiño a García Márquez, la complicidad entre latinoamericanos secos y cómodos, tomaba mucha distancia del sufrimiento ajeno. Entonces elegí “Morí en el Mediterráneo”, tratando de darles voz a las víctimas. Así apelo a la famosa canción, “Mediterráneo”, de Juan Manuel Serrat. ¿La recuerdan?
“Quizás porque mi niñez
Sigue jugando en tu playa
Y escondido tras las cañas
Duerme mi primer amor
Llevo tu luz y tu olor…
Qué le voy a hacer, si yo
Nací en el Mediterráneo
Nací en el Mediterráneo…”
Esta poesía habla del amor al lugar, del sentido de pertenencia, de la identidad, de una niñez feliz, de una vida plena… Creo que en estas palabras se esconde una clave para comprender la tensión entre nacionalismo y globalización. ¿Acaso no es todo lo anterior lo que buscan las personas que cada día se ahogan en este mar? ¿Acaso no quieren lo mismo que defienden quienes le ponen el hombro a la puerta?
Para el ministro de Interior de Italia, Matteo Salvini, todos estos ejercicios empáticos no tienen sentido. Él sólo escucha, pragmáticamente, a sus votantes. Él es el “Trump italiano”, quien le puso doble cerrojo a los puertos y endureció las leyes antiinmigrantes. Salvini publicó en Facebook: “No he sido, no soy y nunca seré cómplice de los traficantes de personas”. Agregó que los gobernadores “en lugar de denunciar la presunta violación de los derechos de los inmigrantes ilegales… deberían encargarse del trabajo y el bienestar de sus ciudadanos, dado que son los italianos quienes les pagan su salario”.
Las declaraciones anteriores me resultan aberrantes pero ponerme en estos elegantes zapatos, o en las botas de los votantes, es parte del juego. ¿Qué pensará sobre los naufragios el ciudadano o el italiano del interior? Probablemente no quieran pensar mucho en estos problemas de afuera. Quien tiene un trabajo en su comunidad, escasa educación, pocas oportunidades de movilidad, es leal a su pueblo, apegado a sus costumbres y aspira a morir donde están enterrados sus padres, el diario más importante es el de su pueblo. Ellos se limitan a respaldar a Salvini en su intento de mantener el control frente a los vientos globalizadores. Para ellos, el extranjero (el que corta los tallarines con el cuchillo) es alguien que viene a amenazar todo lo que aman. Comprender sus miedos es entender la naturaleza humana y es una condición necesaria para comenzar a cambiar las cosas. Ellos son la mayoría de la población mundial, aunque a los perfiles cosmopolitas multiculturales nos cueste aceptarlo. Nosotros somos la minoría. Ellos son los que están votando a los nacionalismos antiinmigrantes en todos lados. A ellos les habló Donald Trump junior cuando publicó en Instagram: “¿Sabés por qué puedes disfrutar un día en el zoológico? Porque las jaulas funcionan”, aludiendo a las virtudes del muro que promueve su padre. A ellos les habló el presidente de Ecuador, Lenin Moreno, cuando publicó en redes declaraciones xenófobas contra los inmigrantes Venezolanos. A ellos les habló Theresa May cuando llamó a no posponer el “Brexit”. Todos ellos son los que tuvieron la suerte de nacer en el Mediterráneo y desconocen la desgracia de morir en él.