A dos años de la última entrega, Netflix lo hizo de nuevo. Con el lanzamiento de la tercera temporada de Stranger Things marcó agenda de consumos culturales on demand. Todo el mundo habló de la “serie mimada” de la plataforma de streaming más famosa del globo. Durante todo este fin de semana hubo: videos reacción, opiniones y reviews capítulo por capítulo. Si el durante fue intenso, también toda la previa publicitaria. Entrevistas a los actores – que ya son celebridades internacionales- premieres y contenidos digitales exclusivos. Incluso publicidades en la vía pública. Letras sin firma de marca – muy al estilo Netflix- con la leyenda “ya llega el verano” por estas latitudes, haciendo alusión al contexto estival que caracteriza la nueva temporada de Stranger Things. Nota: durante el mundial 2018 la plataforma de streaming empapeló la ciudad con un “En el mes de la copa: no nos mires. No mires Netflix”. Cosas del marketing global.
Pero, ¿qué hay detrás del coqueteo publicitario y marketinero? ¿Es una serie que de para tanto? ¿En qué falla y en qué acierta Stranger Things 3, la serie que batió el record de Netflix y hoy tiene 40.7 millones de reproducciones en todo el mundo?
Primero lo primero. Los spots que vaticinaban un verano no deben ser leídos únicamente como una incompatibilidad simpática de estación Estados Unidos – Argentina. Es también toda la justificación estética para un giro argumental. El status quo de esta nueva temporada es, sencillamente, veraniego. Los personajes atraviesan un verano, esto es literal y metafórico. Los primeros tres capítulos se encargan de mostrarnos estas situaciones dadas donde todo parece haber vuelto a la normalidad. Una normalidad ahora adolescente: los personajes crecieron, viven amores de la edad y atraviesan la pubertad. Toda esta primera mitad de la temporada viene a decirnos esto: nuestros actores crecieron, son sencillamente geniales y tenemos un presupuesto demencial como para poder- entre otras cosas- recrear detalle a detalle todo un centro comercial de mediados de los 80. Bueno, no es sólo el centro comercial Starcout lo que habla de un presupuesto álgido (además de un pequeño gesto crítico al desembarco de la globalización en los pequeños pueblos norte americanos). En esta entrega, los efectos especiales – carísimos de realizar- se llevan otro protagónico. Es muy probable que haya más minutos dedicados a los rayos láser que minutos- diálogo del niño Will Byres, que, de haber sido el motor de toda la primera temporada – con su misteriosa desaparición- no se le supo encontrar un lugar luminoso dentro del reparto.
Es tomando como contra punto la primera temporada donde uno puede analizar en qué creció y en qué involuciono la serie. La primera temporada lograba barrenar entre lo fantástico y lo verosímil con mayor equilibrio que las temporadas siguientes y que sobre todo la última. La trama giraba en torno a una desaparición y eso daba una estructura más lineal al relato. No sólo la ambientación era de otra época, sino los modos de narrar tenían otro timing. Con la intención de ampliar el mundo y seguir sacándole jugo al planteo original, la serie fue diversificando, generando más sub tramas, incorporando nuevos personajes y, en definitiva, perdiendo anclaje con el verosímil interno de la historia, además de subirse a un tren narrativo mucho más vertiginoso y contemporáneo. En esta última el pueblo de Hawkins parece no enterarse para nada de las cosas rarísimas que pasan en el pueblo. Lo que antes funcionaba como suspenso por contraste, entre el cientificismo ochentoso y las teorías fantásticas de realidades paralelas, entre las corporaciones secretas y los monstruos de otras dimensiones; ahora funciona por mero efectismo. Se sigue tirando de la cuerda de la espectacularidad por el espectáculo mismo. La simplicidad se fue complejizando. El espíritu analógico devino espíritu 4K. Si antes teníamos a Winona Ryder tratando de hablar con su hijo por medio de luces de navidad y un abecedario dibujado en la pared – en un gesto estético que se hizo icónico de la propia serie- hoy la tenemos esquivando balas de acá para allá y convertida en heroína por default, sin una causa interpelativa como en la primera entrega. Pero ha no desesperar: con sus agujeros en la trama y sus puntos débiles por donde antes había solidez, la serie cumple. Y sobre todo para los que pedían más acción, más efectos especiales y más fantástico en este mundillo. Por otro lado, la virtud máxima de la serie es – sin ninguna duda- el reparto. Y en esta entrega volvemos a tener actuaciones memorables, situaciones difíciles de olvidar y el cariño para con los personajes saca a flote todo lo otro que pueda fallar.
La serie no invita a recién llegados. Sabe que cuenta con un público constituido e incluso hace todo para satisfacer las supuestas necesidades del núcleo más duro de este público. Faltaría que los actores miren a cámara y, al estilo House of Cards, guiñen un ojo. Guiños, guiños y más guiños. Si su debut impresionó por las referencias a la década del ochenta, aquí las referencias se comieron a la serie por completo. La lógica en esta entrega es la de la acumulación y yuxtaposición: intertextos y referencias de época y efectos especiales y adolescencia y verano y sentido del humor y monstruos (y que sean más grandes, por favor!) Otra acumulación opera en el soundtrack. Si antes se conformaban con un simple Should Stay or Should I Go de The Clash, hoy la compra de derechos musicales no dio para el respiro. De Madonna (musicalizando la primera compra de shopping de Max e Eleven) a Peter Gabriel, del pop de George Michael a los melódicos de Foreigner: los amantes de la música de los 80´ van a encontrar acá otro gesto nostálgico.
La gran virtud de Stranger Things 3 va por ese lado. La estética evocativa, la referencias a la cultura pop, la posibilidad de desarrollo de los personajes, el abordaje temático al estilo Steven Spielberg y Stephen King o incluso George Lucas o John Carpenter. El gran defecto es, quizás, el éxito de audiencia, que los llevó a ser muy auto conscientes de sí mismos y poco conscientes de lo antes planteado que, por momentos, se desdibuja. Stranger Things se sabe fenómeno pop contemporáneo y apela de modo constante a aferrarse en ese lugar. Es así como, hacia la segunda mitad de la temporada, algunas decisiones que tratan de impactar desde la peligrosidad, el suspenso o lo emotivo se convierten en gestos bastante obvios y carentes de peso específico.
Al igual que estrenos mainstreams de éste 2019, la serie no le escapa al arribismo ideológico. La pata feminista aparece explícita, algo similar a lo que ocurrió con Toy Story 4 donde los juguetes femeninos adquirieron una importancia mayor y los espectadores supieron subrayarlo (algunos lo aplaudieron cual gesto noble, otros lo denostaron cual oportunismo). Aquí la dosis feminista entra en el trabajo veraniego de Nancy (Natalia Dyer), la hermana de Mike Wheeler (Mike Wolfhard) otro de los niños protagónicos. Nancy es pasante en el diario local y los periodistas más experimentados minimizan su trabajo, la humillan y se burlan de sus intenciones de denunciar qué está pasando en el pueblo de Hawkins. Sin embargo, el personaje – después de una charla demasiado forzada con su madre- decide seguir adelante e ignorar el machismo imperante.
Son 8 capítulos, menos hipnóticos que los anteriores, pero igualmente entretenidos. Nuevas incorporaciones, nuevos vínculos y nuevas aventuras para la serie que en algún momento se la comparó con saga Harry Potter o La Guerra de las Galaxias. Si pensamos en Star Wars y en que todo es un gesto evocativo- referencial, podemos pensar que las partes flojas del argumento son una decisión adrede: la saga de George Lucas alcanzó éxito fervoroso con una trama reiterativa, pero el empuje y la potencia de los personajes, la estética inigualable y las reglas propias de un mundo sólido y bien construido. Quizás Stranger Things tenga un destino similar.