Feliz año viejo: historia de una matanza

El nacionalismo, la xenofobia, el alcohol y un líder oscuro transformaron los festejos de año nuevo de 1872, en Tandil, en la matanza de 36 inmigrantes extranjeros.

A fines de 1871 muchos se resistían a lo nuevo. Lo nuevo era la construcción del abanico ferroviario de capital inglés con vértice en el rico puerto de Buenos Aires. Lo nuevo era el final del poderío de Juan Manuel Rosas y comienzo de la sucesión liberal de Bartolomé Mitre-Domingo Faustino Sarmiento. Lo nuevo era la pujante ola de inmigrantes extranjeros que prosperaban e introducían nuevas prácticas de agricultura. Lo nuevo era la fiebre amarilla de las grandes ciudades, y la idea de que “la traen los de ajuera”. Contra todo esto se resistía un gauchaje que andaba “sin palenque donde rascarse”, como decía José Hernández, sin caudillo y endeudado con el almacenero. Lo nuevo era el resentimiento que crecía en su pecho contra estos “civilizados bárbaros” (que cabalgaban mal pero como dueños y señores) y el sentimiento de hermandad con los demás criollos que padecían lo mismo. “Los hermanos sean unidos porque esa es la ley primera. Tengan unión verdadera en cualquier circunstancia que sea, porque si entre ellos pelean, los devoran los de afuera”, dice El Martín Fierro.

El 31 de diciembre de 1871 en la Estancia “La Argentina”, cerca de Tandil, el clima era amargo. Alrededor de los fogones corría el vino y los paisanos esperaban las palabras de “Tata Dios”. Así llamaban a Gerónimo G. Solané, un gaucho venido del norte (entrerriano o santiagueño) “alto, de mirada penetrante, de abundante, larga y blanca barba, bien cuidada que le llegaba hasta la cintura”, un orador hipnotizador, con fama de sanador y profeta. Había llegado después de cumplir arresto en Azúl por ejercicio ilegal de la medicina, llamado por el dueño de la estancia, Ramón Rufo Gómez, para aliviar las migrañas de su esposa. Agradecido por sus servicios le habían permitido instalarse en un puesto. Cuentan que en ese rancho ganó pacientes y adeptos, que se juntaban de a cientos a escuchar sus sermones xenofóbicos: “Los extranjeros son la causa de todo mal, se están llevando las riquezas de la Patria y quieren destruir la Iglesia”, solía denunciar. ​

Aquella última noche del año, su prédica habría ido más lejos: “¡Viva la religión, mueran los gringos y masones!”, habría arengado. Pero es difícil saberlo. Tampoco es claro si hubo instigadores criollos de más alta condición social, cuánto hubo de alcohol y cuánto de planificación. Lo cierto es que Jacinto Pérez, un miliciano desertor apodado “El Adivino”, presunto mano derecha y lenguaraz de Tata Dios, convocó una banda de gauchos en las sierras próximas a la ciudad. Él lideró la cruzada armada para exterminar a los secuaces del diablo de una vez por todas. A las 3:30 de la madrugada​ del 1 de enero de 1872, cincuenta hombres portando divisas color punzó (como las de las mazorcas de Rosas) irrumpieron en el Juzgado de Paz de Tandil y robaron sables. Después atacaron la plaza central del pueblo donde se encontraban quienes aún festejaban la llegada de un próspero 1872. Allí rodearon y degollaron a Santiago Imberti, un italiano que tocaba el organito. La masacre continuó a unas veinte cuadras, donde las víctimas fatales resultaron nueve vascos que viajaban en dos tropas de carretas. ​Luego la horda asesina siguió hasta al almacén de otro vasco, Vicente Leanes, que fue muerto a disparos. A su mujer le perdonaron la vida por ser criolla. Pero no a un peón de origen Italiano, Juan Zanchi, que fue lanceado. De allí salieron al galope hacia la estancia de los ingleses, donde mataron al encargado y su mujer (“los Smith”), al dueño Henry Thompson y a otros peones de origen escocés. El río de sangre desembocó cinco leguas al norte en el almacén y hospedaje de un vasco llamado Juan Chapar. Allí se tomaron más tiempo. No tuvieron piedad con su joven esposa, ni con la niña de seis años (Paula), ni con la de cinco (Florinda), ni con la de cuatro (Mariana), ni con el bebé de meses (Juan), ni con peones, ni con dependientes, ni con los pasajeros. Tampoco tuvieron piedad con una adolescente (María), a quien violaron. Las dieciocho personas que se encontraban en aquél caserío de De La Canal murieron como animales, a uno le tocó un garrotazo, a dos disparos y los quince restantes fueron degollados. Llamativamente, robaron el libro contable del almacén (lo que hace sospechar de sus deudores). Abonando esta teoría del rencor hacia los prestamistas, un grupo se dirigió a la estancia “Bella Vista”, de Ramón Santamarina, quien también tenía pulpería, venta de carruajes y un buen listado de deudores. Pero aquí la alerta llegó primero, gracias a un peón fiel.

Cerca de este lugar, una partida de guardias encabezada por el comandante José Ciriaco Gómez alcanzó a los criminales cerca de un arroyo. El combate fue sangriento, mataron a diez de los conjurados (entre ellos su líder, Jacinto Pérez) y apresaron a ocho. El resto se desbandó a campo traviesa. Gerónimo G. Solané no estaba entre ellos. Pero muchos de los prisioneros declararon que Dios les había encomendado la tarea de acabar con los extranjeros por medio de su enviado, “Tata Dios”. El curandero fue detenido en su rancho y engrillado. Desde el principio se mostró sorprendido y hasta el final negó la responsabilidad de los hechos. La noche del 5 de enero en un episodio confuso adentro de la celda individual donde dormía se escucharon dos detonaciones. En el cuerpo sin vida se encontraron 13 heridas de bala y en su frazada nueve agujeros, por lo que se deduce que se trató de un tiro de “tercerola, trabuco o pistola Lafouché”. ​En el Museo Histórico del Fuerte Independencia de Tandil aún se conserva la frazada agujereada, el expediente del juicio, un listado de pacientes del curandero y un facón ensangrentado hallado alrededor del almacén de Chapar.

​Entre los otros detenidos, la mayor condena recayó sobre Cruz Gutiérrez, Juan Villalba y Esteban Lasarte, que fueron sentenciados a muerte. A los demás solamente les tocó cumplir con quince años de prisión. Villalba murió en prisión. La ejecución de Lasarte y Cruz se llevó a cabo el 13 de septiembre del mismo año. Gutiérrez moriría gritando un “Viva la Patria”. Lasarte, ante la mala puntería de los tiradores que habían fusilado a Gutiérrez, pidió: “Para mí acérquense más, porque ustedes son chambones y esto ya debía haber terminado”. Estos episodios resonaron en los periódicos de la época. Fueron síntoma de la tensión latente entre los criollos (con nostalgia de lo viejo) y el presidente de la nueva nación poblada de extranjeros, Domingo Faustino Sarmiento.

En el colegio nos enseñaron que Sarmiento ubicaba al “gaucho” en la columna del pasado y de la barbarie (su proyecto político así lo demandaba). Sin embargo, una parte de él admiraba al habitante de la llanura sin límites. Esto es evidente en las descripciones de los tipos de gaucho (el rastreador, el baqueano, el cantor, etc.) que despliega en Facundo. Allí deja traslucir que incluso el llamado “gaucho malo” (el que vive al margen de la ley) es en el fondo bueno y valeroso. Dice que el ataque a la vida no entra en su idea, que incluso en un duelo a cuchillo, él pone a prueba su esgrima y su honor. Agrega que mientras que en otros países la plebe saca su cuchillo para matar, el gaucho pampeano lo desenvaina para pelear y herir, para dejar en la cara o el cuerpo del adversario una señal indeleble de la propia reputación. “Es preciso que esté muy borracho, que tenga instintos verdaderamente malos o rencores muy profundos para que atente contra la vida del adversario”, escribe. Esta frase y otra que aparece al final de obra arrojarn luz sobre la oscura matanza: “…es desconocer mucho la naturaleza humana creer que los pueblos se vuelven criminales, y que los hombres extraviados que asesinan cuando hay un tirano que los impulse a ello, son en el fondo malvados. Todo depende de las preocupaciones que dominan en ciertos momentos, y el hombre, que hoy se ceba en sangre por fanatismo, era ayer devoto inocente, y será mañana un buen ciudadano, desde que desaparezca la excitación que lo indujo al crimen. (…) No digo en los partidarios de Rosas, en los mazorqueros mismos hay, bajo las exterioridades del crimen, virtudes que un día deberán premiarse. Millares de vidas han sido salvadas por los avisos que los mazorqueros daban secretamente a las víctimas que la orden recibida les mandaba inmolar”.

Lo anterior escribió Sarmiento más de 25 años antes del aquél fatídico año nuevo. Quizás estas ideas vivían en sus anteojos cuando, como presidente, leyó el primer diario de 1872. Quizás interpretó, con tristeza, que semejante barbaridad fue producto de juntar una horda de hombres acostumbrados a matar con naturalidad animales, con una borrachera, un profundo rencor (compuesto de orgullo herido, malestar económico e identificación de “un Otro culpable”), la manipulación inteligente de algún pichón de tirano y el fanatismo. Seguramente tomó nota de la resistencia y algunas medidas. Él sabía rastrear ideas y combatir con palabras. Él sabía que lo nuevo siempre es un poco viejo; y que lo viejo siempre es un poco nuevo.

 

Referencias bibliográficas
– Santos, Juan José(2012), El Tata Dios: Milenearismo y Xenofobia en la Pampas, Editorial Sudamericana, 2012
– Basterra, Juan (2017), Tata Dios, Editorial Barenhaus, 2018
– Lynch, John (2001): Masacre en las Pampas: la matanza de inmigrantes en Tandil, Buenos Aires, Emecé.