La lotería del “va él”

Un relato sobre el azar y el destino en la guerra de Malvinas basado en la increíble historia de amistad de dos conscriptos conocida recientemente gracias al reconocimiento de “soldados sólo conocidos por Dios” en el cementerio de Darwin

Mil bolillas vuelan y rebotan entre sí en un tambor de la Lotería Nacional. Todos los varones de 17 y 18 años, desde La Quiaca hasta Ushuaia, escuchan atentos por radio. Es 31 de mayo y nadie espera que se concentren en sus tareas escolares. Sostienen su DNI en una mano y con la otra cruzan los dedos. Saben que de su suerte dependerá ser reclutados el año siguiente. El Notario General de la Nación supervisa las bolillas que salen. La primera corresponde al número de documento terminado en 000; la segunda, al 001 y así sucesivamente. En más de tres horas, se traducen los últimos 3 números del DNI a un nuevo e inolvidable “número de orden”. Después se anuncia el temido número de grado de admisión (que varía cada año según las necesidades de las fuerzas). Quienes obtuvieron un número de orden mayor deben prestar servicio Militar Obligatorio. Entre los últimos, a los números más bajos les toca el Ejército (1 año de reclutamiento); a los intermedios, la Fuerza Aérea; y a los más altos, la Escuela Naval (¡2 años!). Esa noche muchos no duermen y otros tienen pesadillas con números. El 1 de junio los diarios publican los resultados. De esta forma, la mezcla de azar y burocracia decidía el rumbo de miles de vidas.

Aquellos años en el bolillero se jugaba más que nunca. Para los nacidos en 1962 y 1963 “la colimba” no sólo significaba correr, limpiar y barrer, sino también el fantasma de que te manden a una eventual guerra. Este leve peligro alimentaba aún más el interés por la fantástica y macabra quiniela. El reciente conflicto con Chile por el canal de Beagle (frenado gracias al Papa) había dejado la sensación de que el gobierno militar buscaba roña armada para continuar justificándose. Eran tiempos nacionalistas. Los medios le daban mucho espacio a actos de jura de la bandera y homenajes al gaucho Güemes. Los argentinos aún sacábamos pecho por el mundial 78. Aún nos creíamos derechos y humanos. Así era el clima cuando un bolillero unió la vida de dos pibes que sólo tenían en común haber nacido el mismo año. Uno se llamaba Mario Gómez y el otro Víctor Rodríguez. El primero, un correntino de espíritu libre y salvaje. El segundo, un buen vecino de Banfield, religioso y estudioso. Sus últimos 3 números del DNI, una notificación, una revisación médica y un cruce de planillas los juntaron en la Compañía C del Regimiento 7 de La Plata. Luego el dedo de un suboficial los metió dentro de la misma carpa de instrucción militar. Entonces no sospechaban que se harían grandes amigos ni todo lo que vendría después.

Dos hielos flotan y rebotan entre sí en un vaso de whisky. Leopoldo Fortunato Galtieri lo mece con suavidad y lo ve medio lleno. Es 2 de abril de 1982, “¡Si quieren venir que vengan, les presentaremos batalla!”, arengó y fue ovacionado por toda la Plaza de Mayo. Muchos sacaron las banderas, tocaron las bocinas y esperaron una nueva final de local. Nadie hablaba de otra cosa. Algunos donaban dinero o dejaban estampitas. Otros aventuraban en voz alta la posibilidad de presentarse como voluntarios. La gran mayoría apoyaba la iniciativa. Pero, más allá del aliento o las buenas intenciones, el cuerpo lo pondría un número de personas que no alcanzaba para llenar la cuarta parte del Estadio Monumental. Por un lado, lo pondrían militares de carrera decididos a ir. Por otro lado, soldados conscriptos que les había tocado ir en dos malas carambolas, la del bolillero y la del vaso de Leopoldo Fortunato (nombre que procede del latín fortunatus y significa “la persona que tiene fortuna”).

Vaya uno a saber sobre qué mapas jugaron al TEG los generales argentinos que decidieron la suerte de las 23.000 fichas humanas movilizadas para la guerra o de las alrededor de 10.000 ubicadas sobre el archipiélago. Lo cierto es que a Mario y Víctor, por una ramificación sucesiva de azares, les tocaría el frente de la batalla más sangrienta. Mario cuenta (en una entrevista de La Nación) el hambre y el frío que debieron pasar esperando en Monte Longdon. “En Malvinas pasábamos hambre, los ingleses habían bloqueado las islas y no llegaban provisiones, le dije al teniente que no teníamos para comer y me dijo que comamos pasto. No íbamos a comer pasto, íbamos a comer cordero. Así que me dediqué a cazar ovejas para cuerearlas y poder compartirlas con mis compañeros. A los que hacían eso los estaqueaban, pero yo me defendí y no pudieron conmigo”.

El relato coincide con muchos otros. Confiesan que sólo podían pensar en comer, que mascaban chicles, tomaban sopa aguada o mate de cantimploras que también usaban como bolsa de agua caliente. Denuncian que los militares ataban, con sogas a estacas en el suelo, a los conscriptos que escapaban a buscar comida, que los dejaban en posición de crucifixión a la intemperie durante horas, hasta el extremo de sufrir congelamiento de miembros del cuerpo. El “estaqueo” era parte de las normas militares vigentes durante la guerra de las Malvinas, como un “castigo de campo” dada la inexistencia de cárceles. En las botas de un militar no caben los dilemas (¡menos en el campo de batalla!). La obediencia salva vidas y los métodos disciplinarios deben ser aplicados con rigurosidad. Por eso no es fácil saber qué grado de excesos se cometieron sobre la crueldad propia del sistema (bajo la forma de golpes, vejámenes, torturas, o exposición a condiciones extremas). También es difícil precisar cuánto debían comer los oficiales y suboficiales en relación a los conscriptos según los manuales, en qué medida los cuidaron o ubicaron como carne de cañón, o cuánto debieron arriesgar sus propias vidas. Dicen que las circunstancias límites sacan lo peor y lo mejor de cada hombre. Seguramente, en aquél monte sucedió de todo un poco. Quizás el comportamiento de los oficiales también sea “sólo conocido por Dios”.

Era una noche con luna cuando Mario y Víctor se escudaron detrás de una piedra. Mario le había pedido a Víctor que guardara su DNI. Estaba seguro que él lo perdería. Su amigo era el ciudadano correcto y responsable. Víctor lo guardó junto a la medalla de la Virgen Milagrosa que le había regalado su novia en una caminata a Luján. Ya se sentía el avance Inglés que subía gritando como una hinchada de hooligans, decididos como robots y con la orden de usar bayonetas. Las minas antipersonales congeladas por el frío no funcionaron bien pero una estalló arrancando una pierna y alertando el ataque. Cuenta Mario que su amigo “comenzó a poner una piedra sobre otra para tener una mejor visión para disparar. Pero el primer disparo de los ingleses le dio en la frente, fue fulminante. Luego nos tiraron con dos granadas de mano, ahí quedé fuera de combate herido por las esquirlas. No pude hacer nada por él, no lo pude salvar”.

Pero la batalla de Monte Longdon estaba lejos de terminar. El partido parecía arreglado. De un lado, subía una fuerza de elite inglesa de 600 paracaidistas, con anteojos de visión nocturna y fusiles con miras infrarrojas. Del otro, esperaban 278 argentinos, en su mayoría conscriptos que venían sufriendo hambre y frío, con un FAL que habían disparado pocas veces (algunos encasquetados por la sal marina). Tal vez lo único que jugaba a su favor era la defensa de una posición más alta y mejor reconocida. Pero a pesar de la disparidad, los favoritos se la vieron fea. La resistencia duró 12 horas entre la noche del 11 de junio y la madrugada del 12 de junio de 1982. El sentido patriótico, el compañerismo, la juventud, la sensación de estar entre la bayoneta y la piedra, el enojo, la resistencia y el coraje transformaron a los conscriptos en adversarios respetables. Un comandante inglés, el brigadier Julian Thompson, recuerda “no podíamos creer que estos adolescentes disfrazados como soldados nos estaban haciendo sufrir muchas bajas”. Sin embargo, los ingleses destacan también el sacrificio de muchos oficiales, suboficiales y comandos mezclados con la tropa. Muchos testimonios indican que en Monte Longdon los cuadros superiores argentinos combatieron bien, que salvo deshonrosas excepciones, sostuvieron ametralladoras pesadas hasta el final y murieron en las trincheras junto a sus jóvenes conscriptos. Las crónicas también señalan que hubo francotiradores argentinos aislados que hostigaron a todo el batallón durante horas. Como es esperable, se desconoce la cifra exacta de muertos de cada lado. Se suelen reconocer 23 muertos ingleses y 31 argentinos en esta batalla, que son parte del número oficial de 649 muertos argentinos y 255 ingleses durante los 74 días de guerra. Otras versiones hablan de más.

El cuerpo de Víctor junto a muchos otros fue enterrado en el cementerio de Darwin sin identificación, como NN o “soldado argentino sólo conocido por Dios”. Mario volvió a su país después de la rendición, con heridas de guerra y sin su amigo. Volvió a una sociedad exitista que había pasado de un semanario a otro del “¡vámos ganando!” al “nos ganaron y nos vámos”. Volvió cuando la solidaridad y el entusiasmo se habían esfumado, por la puerta de atrás y con instrucciones de callar lo vivido. Desde entonces la tierra (una bolilla para el universo y un tambor para los hombres) giró 37 veces alrededor del sol. En este tiempo el “sin sentido”, el olvido y la incomprensión llevarían a alrededor de mil excombatientes al suicidio. Pero nada de esto pudo con Mario, quien siguió adelante y formó una familia. Hace poco gracias al trabajo de reconocimiento de soldados en el cementerio de Darwin, se logró identificar a Víctor. Entre sus ropas encontraron lo que menos pudiera pensarse: el DNI de otro hombre. Era el documento de Mario, el que le había pedido guardar y el que lo había llevado a la guerra desde un bolillero.

Fuente de la historia de Mario y Víctor: La Nación