“Todos estamos hechos de la memoria, que es individual, y está hecha en buena parte de olvidos”. Lo anterior es de Borges, mi autor preferido entre la adolescencia a la juventud. Como muchos, comencé por Ficciones y El Aleph en clases de literatura del colegio secundario. Algunos decían que no estábamos listos para textos tan eruditos. A mí me resultaron perfectos para una etapa marcada por la pelea entre la inquietud física y la intelectual. Cuando sobra avidez de nuevas ideas pero falta paciencia para leer quinientas páginas: ¿qué mejor que “los cuentos cortos más fantásticos del escritor más grande de nuestro país”? Esto supo prometer el profesor en la clase introductoria. No recuerdo las palabras precisas pero sí la sensación de intriga y previo fervor que me generaron. De esta forma (confiando en sus misterios), entré al mundo borgeano por El Jardín de los senderos que se bifurcan. Recuerdo (aunque desde entonces no estoy seguro de tener derecho a pronunciar ese verbo sagrado) que de ahí salté a Funes el Memorioso.
Desde el principio entendí que se me escapaban guiños, señales a otros libros de otras tierras y tiempos, que había otras lecturas posibles y grados de comprensión. Sin embargo, en cada cuento me topé con una idea (desnuda de ornamentos, clara y distinta) que me acarició hasta el escalofrío. Lo que alcanzaba a comprender, las capas más superficiales de la cebolla, eran suficientes para hacerme lagrimear. Cuento a cuento, fui sintiéndome cómodo sobre las arenas movedizas de los dilemas borgeanos (realidad y representación; palabras y objetos; ilusión y revelación; orden y caos; memoria y olvido; anverso y reverso; infinito y acabado; tiempo y espacio; sueño y vigilia; azar y destino; coraje y cobardía; aristotélicos y platónicos) y familiarizándome con sus metáforas (espejos, laberintos, mapas, bibliotecas, libros, monedas, brújulas, arena, puñales, río, fuego, tigre).
Después pasé a los ensayos y Otras Inquisiciones se convirtió en mi libro preferido. O eso le contesté una vez a mi banco en el apuro de una de esas preguntas burocráticas de seguridad que pueden dejarte con un nudo en la garganta pensando en tus abuelos. Pero luego me alejé por años de todas estas lecturas. Hasta la semana pasada, que leí La Memoria de Shakespeare. Era uno de los pocos cuentos de Borges que nunca había leído (ni releído). Inevitablemente la lectura me hizo rememorar otros tiempos. Pensé que poseía de manera latente y parcial “La Memoria de Borges”. Creí divisar en el cruce de dos ríos (el que va de la memoria al olvido y el que cae del coraje a la cobardía) una construcción interesante.
Antes de leer La Memoria de Shakespeare yo consideraba que Borges había tenido coraje intelectual (para plantarse frente al caos de las ideas y mirar de frente la oscuridad) pero había carecido de coraje físico. Me basaba en tres o cuatro cuestiones, manifestadas por él y conocidas por todos. De un lado, el escepticismo radical que lo llevaba a elegir sus ideas con criterio estético y a traspasar los límites de la imaginación. Del otro lado, que no había heredado una pizca del arrojo de ese abuelo militar, herido en combate, que se inmoló contra las líneas enemigas. Que era temeroso en el terreno del amor (descubierto en la vejez). Que se sentía incómodo con su cuerpo. Que estaba orgulloso de sus lecturas pero nunca de sus vivencias (¡hasta reprocharse el pecado de no haber sido feliz!). Que su saber (la materia de su obra) era eminentemente libresco (no había surgido de la inmediatez de lo sensible). Que viajaba con timidez y la actitud del que reconoce (laberintos en Venecia o a Walt Whitman en Nueva York) pero no del que se abre al mundo.
La lectura de La Memoria de Shakespeare me confirmó una parte de la idea anterior pero puso en duda otra. El quid de esta ficción es la posibilidad de heredar la memoria de un muerto. El resto pretende ser realista. Por eso este don fantástico no viene de manera simultánea, es más bien un palimpsesto o una caverna en donde se van descubriendo, poco a poco, las imágenes, más auditivas que visuales. “Quien adquiere una enciclopedia no adquiere cada línea, cada párrafo, cada página y cada grabado; adquiere la mera posibilidad de conocer alguna de esas cosas”. De manera sucesiva y caprichosa, se revelan las vivencias de Shakespeare que fueron la materia de la escritura. “La memoria de Shakespeare no podía revelarme otra cosa que las circunstancias de Shakespeare. Es evidente que éstas no constituyen la singularidad del poeta; lo que importa es la obra que ejecutó con ese material deleznable…El azar o el destino dieron a Shakespeare las triviales cosas terribles que todo hombre conoce; él supo transmutarlas en fábulas, en personajes mucho más vívidos que el hombre gris que los soñó, en versos que no dejarán caer las generaciones, en música verbal. ¿A qué destejer esa red, a qué minar la torre, a qué reducir a las módicas proporciones de una biografía documental o de una novela realista el sonido y la furia de Macbeth?” Lo anterior expresa la idea de un poeta que ilumina y crea a partir del material oscuro de la vida, casi como un alquimista que transforma el barro en oro.
La comparación con Funes el memorioso (un cuento de su juventud con la memoria como centro) es inevitable. Interpreto que Ireneo Funes es casi una contra-cara de Borges. El primero, adquirió el increíble poder de recordar cada singularidad (las formas de las nubes del 30 de abril de 1882 o las líneas de espuma que levantó un remo una vez) pero ( o por eso mismo) perdió la ordinaria capacidad de abstraer y reconocer generalidades o identidades (de entender que el perro de las 16.15 visto de perfil era el mismo que el de las 16.20 visto de frente). El segundo, con la ceguera, perdió capacidad de observación y descripción de singularidades para ganar un poder de síntesis absoluto. Para Borges (bien escuchado) el perro de hoy podía ser el mismo que ladró en la Roma antigua. Con su enorme biblioteca a cuestas, podía reducir la multiplicidad de vidas e ideas humanas a un par de combinaciones posibles (abstraer todo el sobrante o los “ademanes inútiles”).
En La Memoria de Shakespeare Borges construye a un personaje, Hermann Soergel, mucho más autoreferencial. Funes es un compadrito de Fray Bentos que adquirió su asombrosa memoria después de un golpe azaroso en la cabeza. Soergel es un literato alemán con una vida incolora que adquiere la memoria de Shakespeare después de creer en las palabras de otro hombre (y aceptar voluntariamente el don): “Descubrí, como otras tantas veces, que era un cobarde. Por el temor de ser defraudado, no me entregué a la generosa esperanza. Quise pensar que era ilusorio el presente de Thorpe. Irresistiblemente, la esperanza prevaleció. Shakespeare sería mío, como nadie lo fue de nadie, ni en el amor, ni en la amistad, ni siquiera en el odio”.
El párrafo anterior contiene la idea que me llamó la atención: “no creer en algo” (dudar o adoptar una actitud escéptica) puede ser interpretado como un acto de cobardía, una defensa frente al temor de ser defraudado. Siempre había pensado lo contrario, que “creer en algo” era meter la cabeza en un pozo como una avestruz para cegarse a todas las demás posibilidades. Que creer era aferrarse a un principio ordenador de la realidad, por temor. ¿En qué medida la idea opuesta de Sorgel estaría gestándose en Borges? En esos años Borges definió a la muerte como “la gran esperanza que me queda” y también dijo que “la inmortalidad no es más extraña ni increíble que la muerte”. ¿Acaso comenzaba a ilusionarse con la posibilidad de la eternidad? No es claro si la familia pidió la asistencia de un párroco o él decidió morir según la religión de su madre (tal vez para sentir su mano en el momento final). Sólo él sabe si al final se encomendó a Dios. Sólo él sabe cómo se actualizó su agnosticismo, si predominó el coraje de ilusionarse o el temor natural de quien tiene consciencia existencial (de uno de los hombres más mortales de la historia).
Hay una frase que dice que la guerra es cobardía disfrazada de coraje. Quizás quien se lanza hacia las líneas enemigas está en realidad huyendo de la muerte abstracta, olvidando el verdadero trauma. Mirar la punta de la lanza es también no mirar nuestra condición mortal. Si la memoria es una de las formas del olvido, el coraje bien puede ser una de las formas de la cobardía ¿Habrá enfrentado Borges la muerte con coraje disfrazado de cobardía? No lo sé. Creo que se fue a Ginebra para invisibilizarse y trascender a través del otro Borges, el que escribió “algunas páginas dignas”. Tal vez la opresión y el terror que sintió Soergel cuando las dos memorias mezclaron sus aguas (amenazando su identidad) fue lo que sintió Borges mientras crecía su versión pública. Pero es inútil seguir tratando de destejer todo esto. Sólo alguien con la Memoria de Borges podría recordar ese último aliento. Y ese hombre ya ha muerto.