La cocina del restaurante de San Telmo está en pleno movimiento: más de diez personas manipulan ingredientes, secan los vasos, se encargan de las cuentas y van de un lado a otro, entre el espacio dominado por una larga barra y las hornallas, todo a la vista. Pero hay un detalle: el lugar está cerrado, sin comensales. La escena forma parte de los preparativos para la noche, cuando, ahí sí, decenas de personas se sienten en las mesas de El Baqueano para probar un menú degustación que nunca se repite: será distinto al que se ofreció el día anterior y al que se servirá 24 horas después.
Jabalí, ciervo, corvina, pacú, búfalo, aves varias, cayote, piñones de araucaria, madera comestible de yacaratiá: la propuesta diseñada por el chef Fernando Rivarola y la sommelier Gabriela Lafuente, ambos propietarios del restaurante -según el ranking 50 Best uno de los mejores de Latinoamérica-, más que alejarse, se acerca como pocas a los alimentos autóctonos y, en ocasiones, menos conocidos por los paladares porteños.
Como El Baqueano un martes a las dos de la tarde, Rivaraola y Lafuente están en un movimiento constante: sus viajes por la Argentina forman parte del proyecto Cocina sin Fronteras, una iniciativa que busca acercar al público los alimentos y preparaciones que se encuentran en el interior de nuestro país y que, por distintas razones, quedaron fuera de los libros de recetas que últimamente llenan varios estantes de las librerías.
Pero los recorridos y búsquedas de la pareja de gastronómicos llegan más allá de los límites de nuestro país. Fernando Rivarola entró al Amazonas dos veces. Gabriela Lafuente, hasta ahora, una. “La idea era recorrer las áreas de la amazonía que tienen productos sustentables que se pueden comercializar a través de la gastronomía sin generar un impacto”, cuenta a Diario Vivo, detrás de la barra, el hombre que pensó hasta el último detalle las recetas de El Baqueano.
“Todos esos programas de televisión, en los que están desnudos caminando en el Amazonas, son mentira”, lanza Lafuente. “No aguantarías dos horas sin tener ropa que te cubra el cuerpo por la cantidad de bichos que hay. Yo volví toda picada y vivía con manga larga y pantalones. Es duro porque estamos acostumbrados a vivir en una ciudad, donde tenés un baño y te bañás, donde tenés ganas de tomar agua fría y la tenés a disposición. Ahí la vida es muy diferente y comés lo que cazaste, lo que pescaste o recolectaste”, agrega. Rivarola describe lo que vivió en una oración: “Ahí vas al río y todo pica, muerde, te mata, te come”.
Ambos convivieron con las comunidades que, pese al avance de la agroindustria y la minería, mantienen su vida en el pulmón verde del planeta. “Comíamos lo que ellos comen diariamente”, dice la sommelier, y recuerdan los pescados, la mandioca, las tortugas, el pez paiche y los plátanos del menú de la selva.
Los viajes empezaron en 2015, tras la invitación a un congreso de sostenibilidad amazónica. La iniciativa consistía en investigar y hacer un “mapeo” de los alimentos que están en la selva. También, de las preparaciones que conservan las comunidades de los nueve países que tienen, dentro de su territorio, un entorno amazónico. Durante esos viajes, se bañaron en aguas con animales peligrosos, participaron de la caza de cocodrilos y conocieron en primera persona el calor húmedo de la selva.
“Uno no tiene la capacidad de darse cuenta de lo que tenemos hasta que empieza a recorrer el continente -dice, entusiasmado, Rivarola-. Tenemos un continente que es impresionantemente rico. La despensa que tiene el Amazonas debe estar explotada al 1 por ciento. Estás ahí y decís ‘¿qué cojones esto?’”.
El cocinero que ahora, detrás de la barra de su restaurante, lleva una gorra azul en la que se lee “Flavors of the world” (sabores del mundo) describe con detalle al copoazó, un fruto de la misma familia del cacao que conoció en Colombia, o al açaí, “una frutita, que es muy particular que es imposible de identificar el sabor”. “Lo comés y vas a sentir un montón de cosas, te va a recordar un montón de frutas pero no vas a identificar ninguna, es muy difícil”.
“Gracias a estos viajes después pudimos aplicar experiencias del Amazonas en productos de Argentina”, explica.
A la mandioca venenosa, que contiene ácido cianhídrico, las comunidades de Brasil la rayan y decantan el jugo por un lado y el sólido por el otro. Tras un proceso de fermentación, pueden liberar al alimento de la sustancia tóxica. Aunque en nuestro país no se comercializa esa variedad de mandioca, Rivarola emplea la misma técnica en su restaurante.
“Hacemos un pequeño homenaje a la gastronomía de Brasil. Al pato con tucupi, que es más un plato caldoso, nosotros lo reformulamos: hacemos un pato en dos cocciones, con tres texturas de mandioca, puré de mandioca fermentado y farofa. Y tiene el tucupi, que es un poco más complejo, porque es como los tucos: cuando las casas hacen un tuco, cada abuela pone su impronta. Creo que debe ser de las preparaciones más increíbles que he visto y probado”, afirma Rivarola.
“Cada uno de los platos que creamos siempre tiene un hilo conductor y no nos inventamos historias. Las historias están y las llevamos al plato, para contárselas a quien le interese. Se puede aprender un montón de la amazonia”, dice el chef que, después de esta entrevista, estará preparando su equipaje para otro viaje en busca de los sabores impredecibles de nuestro continente.
Por Nicolás de la Barrera
(Fotos: Pablo Baracat y Facebook Gabriela Lafuente)