Este año, el Premio Nobel de Fisiología o Medicina se otorga a tres científicos que han contribuido decisivamente a la lucha contra la hepatitis de transmisión sanguínea, un importante problema de salud mundial que provoca cirrosis y cáncer de hígado. Harvey J. Alter, Michael Houghton y Charles M. Rice llevaron a cabo hallazgos que condujeron a la identificación de un nuevo virus, el virus de la hepatitis C.
Antes de su trabajo, el descubrimiento de los de la hepatitis A y B había sido un avance fundamental, pero seguían sin poder explicarse la mayoría de los casos de hepatitis en la sangre. Con la nueva revelación, se pudo comprobar la causa de los casos restantes de hepatitis crónica e hizo posible el desarrollo de nuevos medicamentos que han salvado millones de vidas.
Harvey J. Alter (Nueva York, 1935) se graduó en medicina en la Facultad de Medicina de la Universidad de Rochester y se formó en medicina interna en el Strong Memorial Hospital y en los Hospitales Universitarios de Seattle. En 1961, se unió a los Institutos Nacionales de Salud (NIH). Desde 1969 pertenece al Departamento de Medicina de Transfusión del Centro Clínico como investigador principal.
Por su parte, Michael Houghton recibió su doctorado en 1977 en el King’s College de Londres. En 2010 se trasladó a la Universidad de Alberta y actualmente es profesor en una Cátedra de Investigación de Excelencia en Virología de Canadá y director del Instituto de Virología Aplicada Li Ka Shing.
Por último, Charles M. Rice (Sacramento, 1952), obtuvo su doctorado en 1981 en el Instituto de Tecnología de California. Desde 2001 es profesor en la Universidad Rockefeller de Nueva York. Durante 2001-2018 fue el director científico y ejecutivo del Centro para el Estudio de la Hepatitis C en la Universidad Rockefeller, donde sigue activo.
Un agente infeccioso desconocido
La clave del éxito de la intervención contra las enfermedades infecciosas es identificar el agente causal. En la década de 1960, Baruch Blumberg determinó que una forma de hepatitis transmitida por la sangre era causada por un virus que llegó a conocerse como el virus de la hepatitis B, y el descubrimiento condujo al desarrollo de pruebas de diagnóstico y una vacuna eficaz.
En ese momento, Harvey J. Alter estudiaba la aparición de la hepatitis en pacientes que habían recibido transfusiones de sangre. Aunque los análisis de sangre para el recién descubierto virus de la hepatitis B redujeron el número de casos de hepatitis relacionada con transfusiones, el equipo de Alter demostró que quedaban muchos casos. Las pruebas para la infección del virus de la hepatitis A también se desarrollaron alrededor de esta época, y se hizo evidente que no era la causa de estos casos inexplicables.
Alter y sus colegas demostraron que la sangre de estos pacientes con hepatitis podía transmitir la enfermedad a los chimpancés, el único huésped susceptible además de los humanos. Estudios posteriores también demostraron que el agente infeccioso desconocido tenía las características de un virus. Se había definido así una nueva y distinta forma de hepatitis viral crónica, que se conoció como hepatitis “no A, no B”.
El problema ahora era su identificación, algo que no se consiguió durante más de una década. Michael Houghton, trabajando para la empresa farmacéutica Chiron, trabajó para aislar la secuencia genética del virus. Su grupo creó una colección de fragmentos de ADN de ácidos nucleicos encontrados en la sangre de un chimpancé infectado.
La mayoría de estos fragmentos procedían del genoma del propio chimpancé, pero los investigadores predijeron que algunos derivarían del virus desconocido. Asumiendo que los anticuerpos contra el virus estarían presentes en la sangre extraída de los pacientes con hepatitis, utilizaron los sueros de los humanos para identificar los fragmentos de ADN viral clonado que codifican las proteínas virales. Tras una búsqueda exhaustiva, se encontró un clon positivo derivado de un nuevo virus de ARN de la familia de los flavivirus: el virus de la hepatitis C.
La pieza que faltaba
Este hallazgo fue decisivo, pero faltaba una pieza del rompecabezas: ¿podría el virus por sí solo causar hepatitis? Para responder a esta pregunta los científicos tuvieron que investigar si el virus clonado era capaz de replicarse y causar la enfermedad. Fue Charles M. Rice, junto con otros grupos que trabajaban con virus ARN, quién observó una región no caracterizada anteriormente en el extremo del genoma del virus que podría ser importante para su replicación.
Rice también observó variaciones genéticas en muestras de virus aislados y formuló la hipótesis de que algunas de ellas podrían obstaculizar la replicación del virus. Mediante ingeniería genética, generó una variante de ARN del virus de la hepatitis C que incluía la región recién definida del genoma viral y que carecía de las inactivantes variaciones genéticas.
Cuando este ARN se inyectó en el hígado de los chimpancés, se detectó el virus en la sangre y se observaron cambios patológicos parecidos a los observados en los humanos con la enfermedad crónica. Esta fue la prueba final de que el virus de la hepatitis C por sí solo podía causar los casos inexplicables de hepatitis mediada por transfusión.
Los descubrimientos de los tres premios Nobel han permitido el diseño de análisis de sangre muy sensibles que han eliminado el riesgo de hepatitis transmitida por transfusión en una gran parte del mundo. Este avance también ha supuesto el desarrollo de medicamentos antivirales que pueden curarla. Porque si bien la hepatitis C sigue siendo una gran preocupación de salud en el mundo, ahora existe la oportunidad de eliminar la enfermedad.
(Agencia SINC)