Sobre cómo Borges le cambió la vida a Daniel Molina

“A los 16 años quise leerlo y me aburrió. A los 22 leí de corrido toda su obra completa quedándome dos días sin dormir, como drogado, llorando de felicidad. No me abandonó más.”

Hace 50 años Daniel Molina vivía en otro país también llamado República Argentina. Entonces era un honor ir a la escuela pública. Para acceder a las mejores había que pasar exámenes muy exigentes. Algunos hijos de millonarios lo intentaban. Si no lo lograban, se conformaban con el St. Andrews. Pero Dani, un niño muy lector, lo logró. Y en este contexto, al comienzo del secundario, leyó por primera vez a Jorge Luis Borges. No le gustó nada. “Qué imbéciles son todos los que piensan que esto es lo mejor, nadie entiende de literatura. Sólo es un viejo choto que dice pelotudeces complicadas”, pensó.

Ni la más osada bola de cristal le hubiera revelado entonces que leería quinientas veces la obra de Borges, que esas páginas que no entendía le depararían una fuente inagotable de placer y de lágrimas (sólo comparable con “Los Beatles”), que dialogaría toda una tarde en un living con Jorge Luis, que se transformaría en un literato experto en la materia, que se agotarían los cupos para sus cursos sobre el autor, o que una tarde de 2019 ofrecería en el Instituto Baikal una charla titulada: “Cómo Borges me cambió la vida”.

A esta charla fui el último martes. Allí, junto a casi 100 personas, leímos la “Biografía de Tadeo Isidoro Cruz” (debió pasar otro a leer porque a Daniel Molina se le quiebra la voz y llora cada vez que lo intenta). Él si pudo explicar la idea borgeana de que “el hombre ve su verdadero rostro a la hora de la muerte”, porque sus acciones forman un dibujo que se completa al final (como en esas revistas para chicos que uniendo puntos forman un Mickey Mouse). Pero a los quince años Dani recién comenzaba a dibujarse. No podía imaginar el concepto de Internet (aunque ya estuviera escondido entre el pelaje de “El Aleph” o “La Biblioteca de Babel”). No podía imaginar que lo seguirían más de 50 mil personas en Twitter, gracias a una economía de palabras y a una ironía muy borgeanas. No podía imaginar que se dedicaría a deshilvanar anáforas o a adivinar el nombre secreto de cada personaje de Borges.

Recién en la segunda lectura de Borges, a los 22 años, lo anterior comenzó a vislumbrarse. Entre uno y otro punto, pasaron mil cosas. Daniel finalizó el secundario; ingresó al círculo de intelectuales jóvenes de la época; comenzó a militar; fue apresado por la dictadura del 74. Entonces la montaña rusa de su vida se frenó bruscamente. Y debió esperar 365 largos días con sus largas noches encerrado en una celda individual sin contacto con nadie, mirando una pared que ahora recuerda como cada pared que miró “Funes el Memorioso”. Transcurrida esta eternidad le permitieron hojear unas revistas y, luego, un libro cada tres meses. Su madre le eligió un libro. Después de un largo viaje hasta el penal militar en medio del campo, de cuatro horas bajo la lluvia y un cacheo humillante pudo entregárselo a su hijo. El sentimiento de Daniel cuando lo vio fue ambiguo. “El viejo choto”, pensó. Pero el contexto era muy diferente. Él ya ostentaba muchas lecturas en el cinto, Foucault, Derridá, Barthes, Platón, San Agustín y muchos otros.

Entonces, en esa celda, se consagró a la ardua tarea de abrir el tesoro que le había traído su madre. Eran todas las obras reunidas de Borges. Y, después de esa larga muerte, se propuso leerla como jamás la había leído un hombre. La luz del candil le sirvió para dilatar las horas de sueño. Afuera, la oscuridad que nunca vimos los ciudadanos. Adentro, el universo. Con toda la lucidez del insomnio, se adentró en esos pastizales de palabras, para luchar hasta la extenuación. Durante dos días y dos noches sólo se detuvo para comer e ir al baño. Vio a través de la esfera de tres centímetros de diámetro en el sótano de una vieja casa en la calle Garay, caminó como un tigre enjaulado y luego por otros senderos donde él no estaba preso, comprendió al soñador soñado de “Las Ruinas Circulares”, supo que él también era una ilusión (tal vez de otro que hablaba en el futuro). Y, tan sólo con 22 años, conoció una buena parte de su rostro.