En 2022, Jesse Eisenberg eligió el Festival de Sundance para estrenar su debut como director, Cuando termines de salvar el mundo. En aquella ocasión, él se mantuvo detrás de las cámaras y fue dejando pistas de por dónde iría su cine como creador. La mirada intimista y humanista, cercana a sus personajes, el tono fino entre comedia y drama. Un realismo preocupado sin tomarse demasiado en serio.
Aunque en esa primera ocasión se fijaba en las relaciones entre madre e hijo, ya apuntaba sobre la construcción de identidad propia y heredada y sobre la influencia que tiene sobre nosotros la realidad imparable de hoy. En A Real Pain, su segundo filme como director y el título que se ha vendido más caro en el mercado de Sundance, continúa en esa línea reflexiva, también en tono y atención, pero desde un punto de vista mucho más personal.
“Esto es una historia de ficción, pero inspirada por la historia de mi familia en Polonia”, contó antes de iniciar el primer pase en el Festival de Utah. La familia de Eisenberg huyó de Polonia en 1938 y él llevaba años queriendo conocer e indagar esos lugares como descendiente y también como cineasta o creador (llevará sólo dos pelis escritas, pero tiene ya un reconocido currículo en el teatro). Y, finalmente, encontró la excusa o la forma de viajar hasta allí a través de dos personajes, dos primos de mediana edad, que se reúnen para cumplir el último deseo de su abuela recientemente fallecida: viajar a Polonia, a su pueblo, a su casa y a los lugares del horror.
Aunque como premisa suene a algo trágico e intenso, Eisenberg lo aborda desde la relación personal de estos dos primos, que son casi como hermanos, y desde ese filtro de neurosis contemporánea. Juntos viajan para intentar dar solución a sus crisis personales en casa conociendo el dolor que han heredado y cómo eso les puede construir e impactar en su vida. “El dolor épico frente al dolor moderno y cómo se reconcilia con el trauma generacional”, explicitó Eisenberg en la rueda de prensa posterior a la proyección.
Escribir sobre ello, visitar y rodar en el que fue el pueblo de su familia, la casa de sus familiares, le sirvió también al propio Eisenberg para encontrarse y para añadir valor a una película que podía haber sido “otra dramedia indie con dos tipos hablando en una calle de Brooklyn”.
Esta vez, al ser una historia tan personal, aunque ficción, Eisenberg se reservó uno de los papeles protagonistas, el del primo más neurótico, triste, atacado. El que tiene las cosas más solucionadas en casa, con mujer e hijo y una carrera, pero que siempre se sintió de menos frente a su otro primo, con el que sólo se lleva tres semanas de diferencia, alguien con un carisma atractivo, divertido, irónico, charlatán. Alguien a quien da vida Kieran Culkin, que sigue en un momento álgido tras Succession. De hecho, su personaje es una peculiar cara b de su Roman Roy, porque habla casi tan rápido y roza muchas veces el insulto por lo que parece, en ocasiones, falta de empatía, pero en realidad es un tipo profundamente sensible y con una conciencia social y moral a flor de piel que le hace, por ejemplo, revolverse ante viajar en hoteles y trenes de primera cuando lo que están siguiendo son los viajes del dolor y la miseria que realizaron sus antepasados huyendo del Holocausto o durante este.
La química entre estos dos actores y, especialmente, el personaje e interpretación de Culkin es lo que justificaría la cifra millonaria (10 millones de dólares) que pagó Fox Searchlight por esta película (aunque esos secundarios interpretados por Will Sharpe –The White Lotus– y ese revival de Jennifer Gray –Dirty Dancing– también son de agradecer). Entre los dos consiguen humanizar e intentan despolitizar la película incluso a pesar del momento en el que llega el filme con el conflicto en Gaza. Porque, al final, se trata de un viaje universal de madurez y reencuentro personal.