Un cascote vuela hacia el vidrio. El mundo mira. Después otro. El mundo mira. Una botella pasa por encima de su blanco: el “Flecha Bus” del equipo visitante. Y el mundo mira. Las ventanas estallan. El súper superclásico comienza a resquebrajarse junto al vidrio, muy lentamente. Pasan los minutos, las horas, y sigue astillándose. Nos superavergonzamos, superindignamos y superdesilusionamos. Tratamos de entender lo que pasó y nos evadimos de la tristeza en la luna de los memes: allí Trump advierte que viene al G20 pero ni en pedo entra por la calle Monroe y el sargento García sonríe al frente del operativo. Pero los chistes y las emociones son fugaces. Pasan los días y las noches. La sangre circula persistente y nos devuelve el color al semblante. Nuestro color. River y Boca se recuperan del shock del piedrazo. La rivalidad se levanta y estira los músculos. Boca pide los puntos. River pide valores. Y los medios riegan encantados la polémica.
Ahora los de Riber y los de Voca ya no se ríen de los mismos memes sino que los arrojan como piedras. La entrada al gran estadio de la polémica es gratuita. Basta con ocupar una de las dos tribunas (no hay una tercera) y agitar. Cada lado canta su interpretación de los acontecimientos. Cada equipo construye una historia diferente editando las imágenes de TV según sus deseos, temores y creencias. Las jugadas se ven muy diferentes según la perspectiva, los deseos de unos son los temores de los otros. Dicen que “las cosas no las vemos tanto como son sino como somos”. Si somos de Boca vemos un ataque igual al del panadero de 2015. Si somos de River vemos algo tan alejado de ese episodio como del monumental. Ninguno quiere escuchar demasiado a sus oponentes. Sólo lo mínimo indispensable como para defenderse y contraatacar, ya sea exigiendo la misma vara o esgrimiendo las siete diferencias.
Todo lo anterior no pretende hablar solamente de fútbol sino también de un país resquebrajado por cada vez más grietas. La más evidente es la de macristas contra kirchneristas gritando su historia, la “década ganada” contra la “pesada herencia” y la “década perdida”, toda una campaña electoral basada en el “pensamiento hinchada”.
Pero la polarización no es un problema exclusivo de los argentinos. Avanza en todo el mundo. Tampoco es un invento de los medios masivos de comunicación que se enriquecen con la visión maniquea de la realidad. Las polémicas irracionales vienen desde siempre y en todos los niveles de formación cultural. Tanto las discusiones filosóficas antiguas como las disputas teológicas del medioevo podían terminar a cuchilladas. Toda la historia de las ideas es un pulseada entre dos grandes brazos, subjetivistas u objetivistas, aristotélicos o platónicos, nominalistas o realistas, existencialistas o deterministas, materialistas o idealistas, empiristas o racionalistas.
Tal vez podamos aprender de las polémicas. Dejar de verlas como un foco de malestar y elevarlas a un mirador panorámico de la condición humana. Muchos dicen que somos el único animal racional, político o simbólico pero pocos dicen que esto nos hace también el único animal capaz de polemizar, abstraer, nombrar, afirmar y negar. Los argentinos no somos más animales ni más polémicos que el resto. El “pensamiento hinchada” y la polarización crece. Pero crece en todos los países del mundo. Se trata de un avance global contra la racionalidad política, la comprensión social, la duda, el pensamiento crítico, la compasión y la voluntad de saber. Un cascote vuela hacia el vidrio de la inteligencia. Viene a partirnos en dos mitades. Pero podemos detenerlo. El mundo mira. El mundo se mira en nuestro espejo.