Fue casi un mito cuando, a comienzos de los noventa del siglo pasado, Marosa di Giorgio llenaba el Centro Cultural Rojas de la Universidad de Buenos Aires con sus recitales y lecturas (performances, mejor dicho). En 1995, “Diario de Poesía” le dedicó un dossier, organizado por Osvaldo Aguirre y Daniel García Helder. Los dossiers de esa memorable revista eran una especie de consagración.
Exhaustivos y cuidadosamente editados, todavía hoy tienen una evidente originalidad. Quienes los organizaban, como en el caso de Marosa di Giorgio, eran los mejores “nuevos críticos” (además de poetas) del momento.
Nacida en Salto en 1932, la uruguaya entraba en el parnaso. Ya no sería nunca más una escritora solo conocida por poetas o por públicos especializados, sino una extraña y extravagante figura de la literatura rioplatense, un resplandeciente margen, que recibía la luz del escenario.
García Helder fue decisivo en este pasaje de Marosa de ser una singularidad extraña, una especie de surrealista enigmática, que transformaba el mundo cotidiano en una pesadilla o un sueño, a convertirse en una figura lateral y al mismo tiempo imprescindible en el espacio (reducido pero vital) de la poesía. La editorial Adriana Hidalgo publicó “Los papeles salvajes”, su obra poética completa, en el 2000. Y también presentó algunos de sus textos de ficción. Nótese que la palabra ficción y la palabra poesía recorren transversalmente todo lo escrito por Marosa, sin hacer cuestiones de género.
Su obra no presenta evolución ni fisuras. García Helder juzga que esa obra “parece haber sido escrita de una vez o bien estar en permanente proceso de escritura. Lo que se percibe no es una evolución sino más bien una expansión de lo mismo, la metamorfosis múltiple y continuada de una naturaleza extravagante donde lo humano, lo animal, lo vegetal y lo mineral, como en los cuadros de Arcimboldo, no están separados sino mezclados en cada ser”.
La misma editorial Adriana Hidalgo hoy publica “Otras vidas”, compilación de textos periodísticos, presentaciones, prólogos y reportajes, que la muerte de Marosa en 2004 vuelve nostálgica y definitiva. Para seguir con la cita de Arcimboldo que trae García Helder, todos los registros de escritura se mezclan sin responder a ninguna de sus normas. Marosa no escribe ni “verdaderas” reseñas, ni “verdaderos” prólogos. Sencillamente, en “Otras vidas” se mueve con la libertad de quien desconoce los limites entre diferentes formas de hablar sobre literatura.
Son textos breves. Muchos de ellos tienen el atractivo de mostrarla “de entrecasa”, como si lo escrito no estuviera destinado a la lectura. Suele terminarlos abruptamente, contra las reglas, con una cita que también se detiene en seco. La imaginamos escribiendo a velocidad, para cumplir con el compromiso. O escribiendo a desgano, porque es inevitable y no quiere ofender a quienes le hicieron el encargo.
Marosa no le teme al lugar común y, en varias notas, para llegar a un final, recurre a la cita, como si su paciencia ya se hubiera agotado o no se le ocurriera nada más. El árbol serpenteante de hojas y bichos que es la poesía de Marosa, pierde entonces sus espirales y la rama se corta abruptamente. No es una cronista, no es una crítica, no teoriza a la manera de los “grandes”. Cuando escribe en prosa delira de manera asordinada. Delira lo indispensable (si se permite esta contradicción solo aparente).
Hay poetas cuya obra crítica es inescindible de su obra poética. Marosa parece siempre decidida y radical, extremista. Pero no es programática. No argumenta, sino que agrega o compone a la manera de la poesía. Ni el manifiesto ni el ensayo son su espacio familiar. Marosa rehúye todo límite que le impida el pensamiento figurado. Piensa con imágenes, las mismas de su poesía. En los autores que lee, elige lo que ella habría escrito: los mismos objetos, las mismas palabras. Discurre sobre otros, pero concentrada en su mundo literario, que nunca abandona.
En consecuencia, todo lo que escribe en prosa es poético, porque su mejor forma le llega del lado de la figuración. Doy un par de ejemplos entre decenas. Sobre Idea Vilariño escribe una frase corta y banal. Y, después, agrega su inevitable marca: “Siempre aparece un aura negra”. Estas cinco palabras son un sello estampado sobre la lectura de la poeta uruguaya que está evocando. Marosa nunca se retira, ella misma es un “aura negra” sobre los que lee. Y otra cita, en este caso sobre Felisberto Hernández, tan misteriosa como lo que Marosa quiere explicar: “Su mirada llevaba al pasado, enroscaba, desataba todo y todos quedan puestos en balcones misteriosos”.
Como Marosa dice de Felisberto, “sus piezas han dejado de lado la urdimbre lógica”. Las enumeraciones parecen un collar imposible de figuras que la lógica de lo real rechaza. En Silvina Ocampo, “las plantas se confunden con amigas, con su madre, con las tazas, con los espejos y la luna”. La enumeración no ordena ni agrega, sino que desordena. Un álgebra desconcertante suma lo animado y lo inanimado.
Los breves textos de este libro, compilado por Nidia di Giorgio (el nombre es el de la hermana de Marosa) soportan el peso del tiempo, de las respuestas apresuradas al periodismo, de las declaraciones casi impensadas, todos problemas conocidos en intervenciones que no se rechazan y no terminan de cumplirse del todo. Son una especie de semiausencia o de semipresencia de Marosa, pero tienen el aura de la autenticidad. Valen como documentos de que el imaginario poético asalta en el momento en que menos se piensa (o porque se piensa menos).
Sobre el voto en la elección uruguaya de 1999, la política se abre a la transformación misteriosa e intraducible: “Habría que predecir un nombre… transitar por una calle tal vez luminosa, hasta un sitio en penumbras… sobre el que se desplegaría, fijo, un Murciélago, venido de Transilvania, su patria. Y en el ala negra y levemente plateada, estaría escrito el nombre, que será el mismo que yo elegí. El Murciélago y yo coincidimos siempre”.
Convierte así una elección en escenario de un mito personal: el Murciélago como anticipación o como reiteración de un nombre que, en este caso, sería político. En el bestiario de Marosa, el Murciélago es una síntesis que vale para muchos animales, cielos, estados, objetos, figuras y fantasmas.
En muchos de estos textos escritos circunstancialmente, por el pedido de un editor periodístico o por el compromiso con un amigo, se combinan la información necesaria pero prosaica, con cortes impensados, que suceden como si Marosa no pudiera evitar la originalidad. Se da una fecha o un lugar de nacimiento y, cuando el lector se resigna a esta fórmula habitual, tres o cuatro párrafos mas abajo, se dice que el hombre del que se ha comenzado a escribir con la chatura de la costumbre es un “oscuro y divino insecto”. Si alguien pensó dejar de lado el breve texto, de pronto queda adherido a esa imagen. El modo poético es un pensamiento encantado por las figuras.
(Beatriz Sarlo, para Télam)